la novela americana


La aparición de la novela Trainspotting, ópera prima de Irvine Welsh, fue uno de esos buenos golpes literarios, esos que no se olvidan y resultan consagratorios. La edición de Anagrama llegó en 1996, tres años después que su primera edición en lengua inglesa, o más correcto sería decir en el dialecto escocés de la clase trabajadora de Edimburgo. En ese mismo año se estrenaba la película homónima dirigida por Danny Boyle, con la perturbadora escena del yonqui Renton tambaleándose en la calle mientras suena "Perfect Day" de Lou Reed.
Entre los sacudones literarios de los años noventa, en lo que tiene que ver con un universo más o menos juvenil y en tono de crónica hard, el de Irvine Welsh con Trainspotting es esencial y se mantiene, veinte años después, intacto. Coincidió, eso sí, con un apetito editorial por un realismo sucio de moda que entroncaba con las escrituras beatnik, un poco más lejos con Celine, Henry Miller y Boris Vian, a través de nuevos libros que tuvieran sexo, droga y rock and roll, en los que se colaran las crisis existenciales y no menos resacosas, tan caras al siglo XX, pero pasadas -eso sí- por el post-punk. Welsh le agregó, a esa tónica editorial, además de su talento como cronista de época, una altura literaria y una radicalidad a la hora de ir al fondo, de contar lo que generalmente no se cuenta, que fueron su sello distintivo en los textos que siguieron a Trainspotting.
Bret Easton Ellis, con Menos que cero y American Psycho, marcaba al mismo tiempo la pauta yuppie, post-ochentera y cruel, en la literatura estadounidense, del otro lado del Atlántico. En esos mismos años emergía Douglas Coupland, como el escritor grunge, el cronista de la llamada Generación X, y también empezaba a publicar Chuck Palahniuk, con la emblemática El club de la pelea, y tal vez el que más similitud guarda con Welsh. En Francia, mientras tanto, empezaba a publicar Michel Houellebecq, que debutaba en 1994 con Ampliación del campo de batalla. En nuestra lengua, simultáneamente, aparecían Mala onda del chileno Alberto Fuguet, La noche es virgen del peruano Jaime Bayly, Esperanto del argentino Rodrigo Fresán, a los que se sumaban los éxitos editoriales en España de Ray Loriga y Benjamín Prado. Estas menciones se circunscriben a quienes se convirtieron en fenómenos editoriales y que siguen más o menos enredados con obras que en algún punto quisieron desentenderse de lo puramente literario, para mezclarse con el cine de culto y violento y con cierto aire de cultura pop y provocadora. Y todos teniendo como gran herramienta, además de la crónica, la sátira, la provocación y la crueldad.
Buena parte de esa generación se quedó en el gesto, en el golpe superficial. El caso de Irvine Welsh es de los pocos en los que estuvo claro que lo suyo nada tenía que ver con la moda. Siguió sumando libros en la misma línea, armando una saga que enmarcó como columna vertebral a los libros Skagboys, Trainspotting, Porno, que comparten personajes y escenarios obreros de Edimburgo, a los que se suman derivaciones como Escoria y Cola, y los volúmenes de relatos Acid House y Éxtasis, estos dos últimos lo siguiente que se leyó de Welsh en Anagrama, en los años noventa, y que mostraron cierta evolución del post-punk a los clubes electrónicos, cambios de drogas incluidos, pasando de la heroína a la química de anfetaminas y todo tipo de pastillas.
Este año 2016 se espera el estreno en cine de la segunda parte de Trainspotting, lo que en otras palabras viene a significar la versión para la pantalla de la novela Porno (publicada en 2005 por Anagrama), en la que se narra lo que pasa "diez años después" para Sick Boy, Begbie, Spud, Renton y otros tantos amigos y sobrevivientes de Edimburgo, que andan desperdigados por Londres, Amsterdam y otros sitios no menos decadentes.
Welsh, mientras tanto, con la publicación de su última novela, parece haber puesto su mira bien lejos de los yonquis de la ciudad en la que nació, y de narrar los dilemas y las trampas que vivió su generación, todos hijos de obreros que sufrieron los avatares del tatcherismo y tienen la marca, en su adolescencia, del nihilismo punk. En su última novela, el escenario es una de las ciudades menos glamorosas de Estados Unidos. Y se lanza a un desafío bastante sorpresivo: escribir una novela americana.

De Edimburgo a Miami
Los títulos provocadores son otra de las marcas de fábrica de Irvine Welsh. Sabe cómo hacerlo. Y con su última novela se superó, tal vez buscando desmarcarse de sus libros anteriores. Porque La vida sexual de las gemelas siamesas es otra cosa; es Welsh fuera de Edimburgo, contando una historia con personajes americanos, sin salir de Miami y con la mínima referencia, en un par de ocasiones, a "euroescoria", lo que viene a ser una suerte de europeos white trash que pasan por Miami haciendo turismo sexual más o menos yonqui, y en un plano "culto" otra referencia, que no es menor, a la obra del pintor inglés John Martin.
Más allá de estas referencias, el juego de Welsh es Miami puro. Miami infame, el símbolo del consumismo atroz, del individualismo más desagradable. Encuentra dos personajes extraordinarios, dos mujeres, antagónicas, que llevan vidas paralelas que jamás se cruzarían de no ser por un incidente en una autopista, cuando una de ellas filma la forma en que la otra desarma a un tipo que tiene toda la intención de matar a otros dos que se le atraviesan mientras maneja su auto. El video transformará a Lucy Brennan en ua estrella mediática, compartiendo minutos de fama con el folletín altamente morboso y adictivo de dos siamesas que cruzan demandas cuando una de ellas denuncia que si la otra decide tener sexo con el novio sería un caso de violación.
La que filma es una artista contemporánea que cambió Nueva York por Miami luego de una tortuosa relación y de engordar treinta kilos en un año. Se llama Lena Sorensen. La otra, o sea Lucy, en definitiva la protagonista y narradora, es una instructora de fitness, bisexual, con problemas de relación y con desbordes psicóticos que se van volviendo, a medida que avanza el relato, cada vez más alarmantes.
Lena y Lucy son dos personajes que podrían haber estado perfectamente en la novela Crash, de Ballard, que tuvo su adaptación al cine en 1996, el mismo año que Trainspotting. Unidas por una casi fatalidad, en un incidente en una autopista, la relación entre ambas se volverá inquietante, aunque no tanto por una atracción sexual explícita sino más bien por la curiosidad que cada una despierta en la otra como personajes antagónicos que despiertan altas dosis de amor y odio.
Irvine Welsh, dispuesto a jugar con personajes alejados a Edimburgo, no pierde un gramo de su talento como cronista ni mucho menos de su tono satírico y provocador. Sus personajes, esas dos chicas americanas llamadas Lena y Lucy, se desbarrancan literalmente mientras se van conociendo detalles de marcas familiares y pasado con retrogusto no menos amargo que lo que sucede en Miami, en especial en un departamento vacío, el único habitado de una de las tantas torres de vidrio construidas en pleno éxtasis de la burbuja inmobiliaria.
La vida sexual de las gemelas siamesas es una novela que atrapa desde la primera página, desde ese incidente en la autopista que dispara todo lo demás. Lo que se ha contado en esta reseña es apenas una sinopsis mínima. Porque Welsh se encarga de contar una andanada de situaciones y de reconstruir dos vidas americanas, contemporáneas, en una novela que pone el foco en la obsesión por el cuerpo, por la comida y en la obsesión por la fama. Hay que leerla, con la paradoja implícita de que una de las buenas "novelas americanas" la escribió un ex punk nacido en Edimburgo. Habrá que preguntarle cuáles fueron sus motivaciones.

((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 09/2016))

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