reconstrucción


Una novela corta y potente. Así es Invención tardía, tan cruda como una atmósfera onettiana pasada por un riff de Cross. Hecha de retazos, de fragmentos, Horacio Cavallo se resiste a contar una historia que ilumine el camino del lector, que lo deje tranquilo. Ni siquiera lo hace al final, cuando las cartas suelen estar echadas -las que el escritor se decide a mostrar, porque Cavallo se resiste a mostrarlas todas-, y cuando se llega a la última página, persiste y se potencia una sensación de inquietud que es más que bienvenida para los que nos disgustan las historias simples y complacientes.
¿Qué es lo que se leyó? ¿Qué más hay para leer entrelíneas? ¿Qué pasó con el hijo del escritor, con ese personaje que nos cuenta su historia, casi al oído, pero que empieza a desbarrancarse cuando su obsesión, traumas y miedos aumentan y se distorsionan? ¿Qué más queremos saber, husmear, de las historias que se saben de su padre, de sus escritos, de su vida bohemia? ¿Qué se sabe de Lorena, la estudiante de letras que lo investiga todo, los papeles, las cartas secretas, los amores inconfesables, lo que no debe saberse y cuyas pesquisas incluyen las vidas emocionales del hijo del escritor y también del medio hermano que aparece, producto de una doble vida que se destapa varias décadas más tarde? ¿Qué pasó esa noche que el escritor fue atropellado en una calle montevideana?
Hay más, mucho más, en las entrelíneas de los textos que muestra Cavallo, cuya tarea es esa, la de abrir la rendija de la historia que se va tejiendo entre Agustín (el hijo del escritor), Lorena, Andrés y otros tantos personajes. Lo que sabemos es por los papeles escritos por Agustín durante la aparición de Lorena en su vida, por textos escritos por él que resuenan como memoria adolescente, casi yonqui, por cierto rockera, por las indagaciones que va haciendo sobre la historia de su padre, y por los propios escritos de su padre y otras vueltas de las memoria.
Nos vamos enterando de muchas cosas, de diferentes capas de historias montevideanas (y no tanto), entre bares onettianos y calles de adolescentes metaleros, entre escenas casi oníricas en el Palacio Díaz o en el borde del terror en un aljibe inesperado. "Hubiera preferido que no escribiera nada", escribe Agustín en uno de tantos papeles. Y agrega, contundente: "Tener un padre muerto, pero en silencio". Esa es exactamente la sensación de crudeza que impregna la novela, en una imperiosa necesidad de silencio piadoso que busca Agustín, todo el tiempo, pero sabe que es imposible hacer otra cosa que darse de frente contra su propia historia. El parricidio tiene su dolor, no es gratis, y lo sabe con mucha claridad Horacio Cavallo, y lo advertirán también los lectores, porque el verdadero "hijo del escritor" es la excelente novela, corta y potente, que acaba de leer.

((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 02/2016))

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