Por R.G.B.
Algún distraído puede pensar que a un equipo de producción ganador, con un taquillazo de aquellos y mucho viento en la camiseta, no lo detiene nadie. Todo lo contrario. Lo más probable es que le pase lo que a los productores y director de 8 apellidos vascos: verse tentados a repetir la fórmula, con gags simplones, paisajes bonitos y rienda suelta a lugares comunes del humor de nacionalidades (aunque no tan salvaje como lo hacían, los mismos guionistas, en la celebrada teleserie vasca Vaya semanita). Y entonces, inexorable, sobreviene el peor de los fracasos.
8 apellidos
catalanes tiene, para ser
honestos, un par de grandes aciertos. El primero de ellos es que el
equipo técnico y de producción logró hacer una película aún
peor, más intrascendente y desastrosa que 8 apellidosvascos, que ya era muy pero muy
mala. Lo único que se salvaba era el cuarteto de comediantes
protagónicos, que le ponía garra al asunto pese a los desvaríos
increíbles de un guion que hacía agua por todos lados y terminaba
siendo una sucesión de chistes.
Los
productores apuraron esta segunda historia, estrenada seis meses
antes de lo inicialmente previsto. Metieron ideas y más ideas en el
nuevo guion. Algunas de ellas, ideas geniales, de esas típicas de
brainstorming de
salón: hacerle guiños a La boda de mi mejor amigo, o
tomar prestada la impostura de la notable Godbye Lenin, con
el propósito de ficcionarle una Cataluña libre a la madre de Pau,
el pretendiente de la vasca Amaia (nuevamente Clara Lago). Todo
deriva en un atentado al género "comedia de enredos". El
resultado es que no se rio nadie. Ni en España, ni en el País
Vasco, ni en Cataluña, ni en la Andalucía de donde viene Rafa, el
héroe español de ambas películas. Ni en Galicia, que posiblemente
aporte la futura 8 apellidos gallegos. Difícil
reirse entonces en Montevideo, en donde quedamos lejos de
sobreentendidos y referencialidades de comarca.
El
segundo gran acierto de 8 apellidos catalanes,
película que enseña definitivamente que los productores deberían
ser relegados a un lugar secundario en la creación, es un inspirado
chiste político, de buena factura vasca. Koldo, el pescador padre de Amaia, se niega, en mitad de la
historia, a pisar suelo de Madrid. Ante la eventualidad de un
trasbordo de trenes en Atocha, el sevillano no tiene más remedio que
llevarlo a caballito entre un andén y otro. Bueno, pues ese es el mejor gag, por lejos, de lo que va de la saga.
((ver comentario sobre "8 apellidos vascos"))
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