por R.G.B.
El problema
con películas de ficción aparentemente "temáticas" como
La chica danesa,
radica en los contextos, y más que nada en las decisiones que se
apliquen en el terreno de las siempre tan resbaladizas adaptaciones de biografías o novelas. Para una película que se presenta "basada en la vida
real de Lili Elbe, la primera transexual", todo se complica al
sumarse diferentes versiones literarias de la posible historia
original (sucedida entre Copenhague, París y Dresde), una tal vez
infranqueable distancia de miradas y puntos de vista en el siglo de
distancia entre los hechos sucedidos y la adaptación
cinematográfica, y por último una producción de ficción
hollywoodense que -decorados, vestuario, arte y guión edulcorado
mediante- prioriza el glam sobre el corazón de la historia.
El
director Tom Hooper hace lo imposible para salvar su película, y de
hecho parte de su trabajo es sobresaliente en varias de las
decisiones que toma, en especial al centrar la historia en el plano historia de amor y amistad, lo que al mismo tiempo simplifica todo con lo que consigue evitarse
mayores problemas. El ambiente en el que se mueven
Einar/Lili y Gerda, el mundo del arte, facilita las cosas para el director, al verse eximido de
mostrar otro tipo de giros cotidianos y seguramente tortuosos que
padece una persona en una encrucijada de identidad sexual como la que
vive Lili (todo lo oscuro se reduce, en la película, a una mínima escena de una
paliza que sufre, en un parque solitario, acosada por dos hombres que
se divierten pateando a una travesti).
El actor Eddie
Redmayne hace una composición brillante de Einar/Lili. Es parte
central del andamiaje de la película. Es la verosimilitud del intérprete,
en estado puro, la que logra afirmar la historia, más aún que la de
un guión que empieza a padecer excesivas simplificaciones y salidas
de contexto. Pero eso lo veremos más adelante, porque antes debe
precisarse otra de las habilidosas decisiones de Hooper como director
y que es paradójicamente la más cuestionable. Hooper logra desviar la
atención excesiva sobre Einar/Lili, al colocar el lente y la tensión
de la película en Gerda, "la otra chica danesa", lo cual en definitiva no es un detalle nada
menor: convierte a los dilemas de la mujer en el problema central, dejando en segundo plano lo que se promete en la publicidad y todo el cotilleo de la película: el problema Einar/Lili.
Acierta, por un lado, porque el espectador contemporáneo no puede dejar de
sensibilizarse con una chica conflictuada -muy bien interpretada por
Alicia Vikander- que ve amenazado su matrimonio y su concepción
binaria del mundo emocional. Gerda entiende, se vuelve amiga de Lili,
e incluso alienta y contribuye a la decisión de matar a Einar en la
que será la primera cirugía de cambio de sexo, en Dresde. En ese
mènage a trois es
donde la película llega a su máximo actoral (es una película de
grandes actores, nadie se cansará de decirlo, de los que saben hacer
la diferencia), pero se evita profundizar en dos temas que Hooper
sabe dejar fuera para no espantar públicos.
El
primero es el evidente "pacto con el diablo" que hace
Gerda, al manipular ella la situación y promover el fetichismo de
Einar de vestirse con ropas de mujer y ser su modelo. Todo eso la
beneficia, porque genera un cambio de roles: Gerda pasa a ser una
prestigiosa pintora en París, Einar pierde todo
control sobre su otrora brillante carrera como paisajista y Lili lisa y llanamente no pinta. La pareja amorosa se va a pique y también la cabeza de Einar/Lili. Es el precio por obtener prestigio y poder en la pareja. Hooper apenas plantea ese tema que parece de lo más jugoso de la historia de "las chicas danesas", lo
que lo lleva a tomar la decisión -complementaria- de no ahondar en
el laberinto emocional que debió padecer Einar/Lili, más allá de
algunas buenas soluciones que le permite la gestualidad del actor. No
hay gritos, no hay llantos. No hay grandes crisis en la pareja y ni
siquiera en Lili. No hay, en todo caso, vida real. O, por lo menos,
se escapa de ella lo más posible para apurar el final, la muerte,
sin más cavilaciones que superficialidades del tipo "¿Soy una
mujer?".
Todo
sucede como si los personajes tuvieran una claridad emocional y una
corrección política admirable. Hooper tiene la libertad de hacerlo,
porque se basa en una novela de ficción, a su vez basada en un libro
que no llega al rango ni al tópico de biografía, escrito por un
amigo de Lili luego de su muerte. El director lo hace tan bien que el
espectador de este siglo mira la película como una historia real y
se emociona -honestamente- con la que se anuncia como la primera gran
heroína trans que pasó por un quirófano.
Lo
que se omite decir es que, en el año 1931, todo este mundo de signos
operaba en otro contexto y en otra nomenclatura: Lili sufrió la
transexualidad cuando la transexualidad no se había "inventado",
cuando el noventa y nueve por ciento de la grey médica consideraba a
Einar un enfermo. Ahí radica el gran problema de contexto: cien años
después es fácil entender, comprender, apenas ver amenazado un
mundo binario que solo conservadores y religiosos insisten en
defender, cuando en realidad lo que vivieron Lili y la no poco
trastornada Gerda, se debe haber parecido más a una pesadilla gótica
de locura, celos y miserias humanas que a la perfectita película que
aspira al Oscar por ser apenas un poco incómoda. Queda claro que lo
que nos muestra Hooper en La chica danesa es
un tipo de historia que se ha contado poco en el cine industrial, con
grandes recursos técnicos en lo actoral, pero lejos, muy lejos de
acercarse a alguna verdad y mucho menos de cumplir con el promocionado "tema transexual", que en definitiva pasa a ser un decorado más de una película hecha para admirar el talento de Redmayne.
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