El concepto "canciones propias", acuñado por Fernando
Cabrera para nombrar un disco enteramente de asuntos personales a
partir de canciones de otros, es similar a lo que
propone, desde el título De vidas ajenas,
el autor francés Emmanuel
Carrère. Hay algo sutil,
pero también resbaladizo,
en el título del
libro. Hay algo que no suena
como es debido. Y está bien que así sea, porque provoca el mismo
efecto que el de la buena poesía: la ambigüedad, la imposibilidad
de nombrar directamente, la fragilidad de las palabras. Se menciona
que se habla de vidas, porque se hablará de muertes. Se las propone
ajenas, para dejar claro que cada muerte es un ensayo de la muerte
propia, o bien de sus diferentes puntos de vista.
Si se piensa que Carrère,
célebre por su capacidad de
hablar sobre sí mismo,
de enredarse emocionalmente con cada libro que escribe, se
concentrará, como anuncia, en un par de vidas ajenas, no
se estará entendiendo nada. Superficialmente es lo que hace al
contar lo que le pasa a una niña francesa ahogada en el tsunami y a
su propia cuñada que muere de cáncer. Ambos casos son, por otra
parte, apenas el pretexto para meterse en dos tópicos de extrema
dificultad: la pesadilla de la muerte de un hijo y la pesadilla de la
madre (o padre) que sabe que va a morir y tiene hijos aún pequeños.
Conocía a
priori ese
par de detalles sobre el
libro,
lo que hizo
que esquivara un poco su lectura.
Recordé la dureza de la novela Neptunia,
de Daniel Mella, cuando en las primeras páginas muere
accidentalmente un niño. Es un territorio difícil. Porque es un
punto de máximo horror. Hay que ser fuerte para escribirlo y más
fuerte aún para leerlo, lo
que implica -si la escritura
es buena- la experiencia de revivir esa muerte,
que deja de ser ajena para sentirse
como propia.
En Carrère todas son conexiones,
como sucede con la buena literatura. Venía de la lectura de El
adversario, en la que no faltan
varias muertes violentas, lo que me hizo sentir medianamente
endurecido para afrontar la
siguiente lectura. No contaba con "conexiones
propias" tan cercanas.
¿A qué me refiero? A dos muertes que sucedieron y que impactaron en
mi entorno familiar.
Dos muertes "propias". No parece tan extraño
que suceda la paradoja de que
un lector de Carrère se vea tentado a hablar de su propia
experiencia. Sería el caso de una reseña de autoficción. Así
fueron las cosas, pero hablar
de estas dos muertes
me sería ingrato en este
contexto.
Dos vidas truncas. Dos caminos que
se detienen. Dos familias partidas y obligadas a barajar de nuevo, a
seguir andando pese al dolor. La
muerte de un hijo. La muerte de un padre. Vuelvo
entonces al
libro
y es exactamente lo mismo,
aunque el matiz es que trata de la muerte de una hija y la muerte de
una madre. Me es más fácil
como lector, en todo caso,
observar como Carrère se
dispuso a meterse de lleno en esas vidas ajenas, hasta hacerlas
propias, lejos de todo asunto con el morbo y muy lejos también de
relatos y descripciones
simplistas.
Decir que el libro es conmovedor,
sería propio de
una cursilería barata y errónea. Porque lejos está de serlo.
Porque cuando se va hasta el hueso, como
lo hace Carrère en De vidas ajenas,
el recorrido suele ser
menos dramático, incluso sosegado. Muchas páginas del libro están
ocupadas en relatar quiénes son, qué hacen, cómo reaccionaron,
cómo estaban preparados o no para lo terrible.
Hay en el libro un par de verdades,
de las que suele ser saludable afrontar y que Carrère no oculta y no
duda en compartir con el
lector. En el caso de Juliette, la niña muerta en el tsunami,
historia que él conoce de primera mano y vive
muy intensamente al estar
hospedado con
su esposa en el mismo hotel
que se hospedaba la familia de la niña, todo se centró en el
cuerpo. En llegar hasta él, verlo, llevarlo de vuelta a Francia,
enterrarlo. No fue fácil en el caos post-tsunami. Hay un momento
delicado. Después de recorrer hospitales y más hospitales, llegan
hasta la morgue de Colombo, la capital del país, donde el padre de
la niña la alcanza a ver por última vez. Llevaba el vestido rojo.
No la encuentra nada bien;
han pasado varios días desde la ola maldita. No es lo que le dice a
los otros, a su padre y mucho menos a su esposa. Sí se lo dice a
Carrère. Unos años después, la finalización de la escritura del libro De vidas ajenas,
reencuentra al escritor con la familia de la tragedia. Han nacido dos
nuevos hermanos de Juliette. La verdad sobre aquel acto piadoso del
padre comparece, a partir del relato, como un acto de amor. Algo
similar ocurre con la lucha contra el cáncer de la otra Juliette,
hermana de la esposa de Carrère. En
ese caso, que ocupa las tres
cuartas partes del libro, me
reservo el derecho a que lleguen por sí mismos a esa historia
y también a un final que se vuelve tan duro como luminoso.
ver reseña de "El adversario"
ver reseña de "El adversario"
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