No hay barrio más poderoso que
el que viene desentrañando, con habilidad narrativa, capacidad de
fábula y una memoria poblada de personajes y situaciones casi
mágicas, el Ruso Rosencof. El barrio es bastante más que territorio
en su transcurso literario. Se vuelve universo y determina, no solo
el lenguaje, sino las diferentes formas en que las esquinas, los
ranchos, los baldíos, el club de bochas, la mesa de bar y -sobre
todo- cada uno de los personajes, se rearman para que sucedan
historias como la muerte y posterior resurrección del Negro Varela,
incluidas postales inolvidables como la procesión cruzando Avenida
Italia, saludada por el tranvía, o los tambores que suenan mientras
el doctor Bruni, el Paisano Rivas y Menéndez se enfrascan en
preparar el cuerpo del finado de una manera tan bestial como
entrañable. Hasta que sucede lo inesperado, motivo de alegría y
también de seguir contando historias como la de la leona que hacía
temblar las columnas.
La
segunda muerte del Negro Varela
está exactamente en la misma sintonía que El barrio era
una fiesta y Una
góndola ancló en la esquina,
en la misma cuerda que varios de los relatos y columnas de Rosencof. Se convoca a
los mismos personajes, las mismas esquinas y el Tito Ferme -como
siempre- aparece en esa figura de escribidor y posible "maestro"
y referencia, músico silbador y venerado autor de una comedia
musical posiblemente estrenada en el Tuyutí. No en vano, el propio
Rosencof suele advertir que el barrio vendría a ser la base de toda
su escritura. Si bien estos relatos han venido saliendo en la última
década, no es difícil corresponder ese mismo aire mágico a sus
primeras obras teatrales -"Los caballos", "Las
ranas"-, llevado entonces, en los primeros años sesenta, por la
curiosidad de su oficio de periodista en El Popular y
las ganas de reflejar en sus personajes el aire enrarecido de algunas
obras de Florencio Sánchez y sobre todo el tipo de historia que
absorbía en los bares. Ya estaba el barrio, como no, en la primera
obra que estrenó en El Galpón, "El Tuleque", en su
ambición de teatro popular, y si bien pasa a un segundo plano en su
periodo carcelario -desde el testimonio de El bataraz o
Las cartas que no llegaron,
a obras teatrales como El
combate del establo-
permanece en el respeto a los personajes y la capacidad de
observación que mantuvo intacta en toda su obra.
Rosencof es, ante todo, un
notable retratista. De pocas palabras, pero sin prisa. Logra captar
el tono exacto de sus personajes, sin manipularlos. Y ese talento lo
trae del barrio mágico, de esas esquinas que ahora, en los últimos años,
se anima a narrar con una soltura y un capacidad de encanto
admirables.
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 11/2015))
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